Allí acaba el gemido; ya nada
escucha.
Allí el sol sus rayos brillan y recubren.
Cómo decir, quien, en qué instante
de frente puede recurrir a la misma
lucha.
Sin lamentos, sin recuerdos, sin dudas.
Sólo el alma es tan nívea y
elocuente;
te toma paulatinamente entre las
manos,
y más aún durante el temor y el
sufrimiento.
En la voz más timbrada de tu mirada,
la gracia del violín, el cielo un
encrucijada
más torna tu paciencia, a oro
pasatiempo,
llenando de menta el entorno de mis labios;
donde llega al paladar que hierva
adentro,
hasta el rumor más insospechado de
los sabios.
Ivette Mendoza