Un olor desconsolado alancea los yelmos entre piedras
Un olor desconsolado alancea
los yelmos entre piedras
gladiadoras ilusionistas como esa mezcla
de futuro y de agonía que
penetra en el limbo y solo el
latido sigue caminando,
disimuladamente cansado y amonestado.
Por la guillotina sin hogaza
del mediodía de sus marionetas
brunas, que al cielo gesticulan,
va floreciendo la creación del
mundo refractado en ilusión saludando la señal muerta.
¿A qué sabe un sonido
desenroscado de la luz?
Oigo agigantar sus brazos en
las descalcificadas penumbras
como una carne blanda que
gobierna tras el fondo de la
vida y que conoció de ante
mano los juegos del misterio.
¡Ah parábola de rutina
cibernética cuánto has hecho por mí!
El tiempo da un golpe mortal
a su olvidada juventud sobre
la sílice navajada en audacia
de sexo hipotenusamente ermitaño.
¡Qué raro, dije yo! El fuego
del bienestar es un animal que en
sus noches vacías recolecta
lunas paradisíacas de amor perfecto,
en su última verdad
altisonante y en llamaradas afligidas.
Allí la gloria del delirio es
el figurado placer del adiós que se
empeña a saborear la sagrada
savia roja de toda memoria que
anuncia el presagio de los
labios contra el juramento de la noche,
mientras la vagabunda lágrima
agoniza poco a poco para
embellecer un ansia coloquial
desde la esbelta virginidad sideral,
cual bisiesto rincón de garras mariposeadas de atléticas angustias.
Ivette Mendoza Fajardo