Pereque de tierra natal, se temblequean
en el travesear de tufos desérticos,
de pulsos amocepados que apelmazan,
azareados,
en las vetas del tiempo.
Bajo la mirada del bochinche,
la neblina andrajosa danza cañanbuca,
desmarimbando el despelote con las macanas
de sueños niquiriches.
En esta ciudad, pipiriciega de trampas,
para rebanar la onda de almas errantes,
se sulibeyan los berrinches de un venado
entre el vulgareo y el vocerrón.
El zopilote de un trueno trompudo, ebrio
de horizontes sin trancas desvanecidos de
tereques,
susurra secretos al viento robacunas.
Esa hechicera mechuda lambisquea un hacha,
desafiante,
para darle un bojazo a la ira dormida
de los peluches terrenales.
¡Oh, qué carambada!
Los cañanbucos, testigos de Masaya de
antiguos ultrajes,
son ahora charamuscas de esta metrópolis
cuya esencia chiflada arde, feroz,
chimando coyundazo como el llanto silente
de la Mocuana.
Bajo el metiche yugo de miradas que todo lo
devoran
dentro del pocillo, nos volvemos a
desencuevar
hacia los enzacatados de acero de la era
moderna.
Hasta el cerco, un jugado de cegua
al asfalto motetero que corre por nuestras
venas rebanó,
palmado donde nuestros ojos deben ser
cuchillos
con tanta pinchería, más pinches que la
opulencia
sobaqueado de la pizpireta tranquilidad.
Ivette Mendoza Fajardo
Con jerga nicaragüense