Los caballitos del diablo
Por si
acaso, los caballitos del diablo acostumbrados al mundo viviente conminaban al
fulgor hormonal de la hosquedad para sufrir y sufrir sufrimiento isobárico de mea
culpa. En el lagrimal, habilidosos aún de momificarse en un tanto de momentos
nacionales osificaban en la pedregosas y malolientes jaulas de tan enigmáticas metamorfosis.
Estrechamiento de caderas y cinturas petrificadas en tachónela. Ansiosos de
porfiar y de ganar alcanzaron a parir mutabilidades de huesos amorosos, de deleites,
de espiritualidad, de espolones y batallas, de mermas y botines, de todo
aquello unidos por más tiempo de soledad y exilio y carburación de placer y reír
por una vida no enriquecida ad libitum. Con una mano de hierro, la máscara a la
deriva en carne viva y codiciosa destila las penurias obsesivas indefinibles
que al flacucho cucurucho lo engranan de todas las decisiones y todos los panales
de los hechos. Una maldición casi obsesiva de cinematografía y expoliación ajustada
a la maniobra del cuerpo celeste y geométrico un maniático centauro que por la
alabanza revisa los rediseños primigenios de las pulpas sin máculas a la ferocidad
del tiempo que desbasta ya piedra dorada, piedra llorada, piedra orada piedra estéril
de la carne, carne estéril de la piedra carne piedra que salto para darte a ti el fuego de mi abrazo y no llegar...
Ivette Mendoza Fajardo