La niebla era una quietud habitada de mocedades
La niebla
era una quietud habitada de mocedades.
Abejas
rumorosas disuelven ocre nervadura
del ropaje
otoñal de ondeantes y alados sonidos.
En el panal
de la tarde un esqueleto encorvado
puede
atrapar un átomo de mi memoria urdiendo fuego.
Cuento los
días y escucho el chirrido del viento
aporreando
mis lunares, reptando en la nada.
Desde una
puerta invisible los gestos abismados
del
silencio, al abrirse o cerrarse sometidos a echar raíces.
Tirito por
las manos arrastrando mis ojos en los andenes.
Me deleito
en una rebanada del locura dentro de un charco
carnavalesco buscando el cielo de travesuras y desvaríos.
Tu mirada se
recalienta por segmentos y circunferencias
de afuera
hacia dentro de mi faringe anclada en otras avideces.
Como espina
de pescado una sílaba se atraganta en
mi garganta con
sustento y razón intrigante.
El jueves se
golpeaba el corazón en una litúrgica eterna
de súplica por
donde transitan mis sentencias.
Caninamente
van retozando los reflejos de luna sobre sus
sábanas
matutinas y cautelosos perduran en el impulso.
Tus ojos
apagados con cerraduras de arcilla,
moldeando el
paréntesis del tiempo.
Ivette Mendoza Fajardo