Milagro
formulado a trenzar aves de felicidad madrugadora en
manos
ovadas de cerbatana hechiza, de inocencia fusiforme.
Despiadado
astro que ha burlado la noche trompetera,
como una
cubeta musculosa de cuclillas sátiras,
de lúdicos
episodios amarrados de un sol perverso a otro.
¡Oh,
milagros del punto exacto, palmeras de Pericles en su
documento
claro de ilusión desgastada de conocimiento
esculpidos
de proverbios del milenio!
Extracto de
cicuta en ceguedad de ambrosía tercas,
campechano
de alforjas requiere atención oscura
de vicios
de la temprana carne del mañana,
ante un
papalote de dagas lamentosas.
Remedio en
el flujo de ruidos talentosos; párvulo se inflama,
dirigiéndome
la palabra que me habita en el derrame
de oro
moroso por el viento, que imparte cátedras
de ternura
para un nombre alelí.
Tabacos de
jabón en su lozanía pródiga,
de un
estado líquido de inclemencia,
desalojado
de su cresta sonrosada hasta su última invención.
Riegos
colectivos de una decisión rotunda de apegos,
donde el
pecho de celosía atragantaba mi mirada
como una
pertenencia de bajo lujo, de índole sinfónica
bajo el
medio círculo acróbata.
Giros
carnosos de anacrónicos corderos tijeretean puertas
en
cataratas inflamadas de lunas, con murallas religiosas,
para la
dicha de un sueño de antiguos dolores enemigos,
en los
puentes de blandas formas de Sócrates y sus aflicciones.
El
Mandril en la Pregunta Descalza
Triángulos
en picadura de alta voces recrean en la marea
bendita de
la amistad moribunda. Llora el vientre atalajado
de
serpientes en la columna mortífera del cielo picador
de
estímulos silvestres. La depresión de sus cenizas derrota
laudablemente
la manivela del fauno enrevesado, que llora
su comida
derramada en los juegos de ruletas rotas.
El mandril,
cansado, lucha por su mástil en la soledad de la
pregunta,
andando con sus pies descalzos, prehistóricamente,
en el gabán
hecho de prefijos; un bullicio atroz lo rodea.
Fracaso
cíclico de los bisontes, con lagunas perplejas combinadas
en la gorra
flotante del rocío radioactivo, perplejo en el campo del
choque
pensativo e irrelevante, entre sus virginidades falaces
y la
dimensión de la alegoría vegetal del mechón clásico, con sus
pies
clavados en las mejillas secundarias de su cansado dolor.
Inquilinato
grabado en la revista anochecida del linchamiento
etéreo
despliega alas de cobalto, atolondrado de buscar alegría eterna,
en el
papelorio extravagante de carcajadas voladoras; moderadamente,
hablaba con
mechas cuentistas de valor canela.
Mientras,
un espárrago en la espátula de la tristeza reúne gaita
de juntura
melancólica para defender etileno con cinturón
estudiantil.
Aristóteles, pulcramente, modera lomillo entonado
para hacer
acertijos de nervios precolados, deductivamente.
Lenguas
femorales de la silla, femeninamente inquieta, que
retrocede,
enmarcando la plenitud del esófago esotérico,
como un
hijo marsupial colgado al hastío.
Ivette Mendoza Fajardo