Costilla insumisa
Un mazo de bronce golpea el esfuerzo
del crisol, en mi alma; sacude el yugo que
hiere la unidad
de entidades fugaces, nacidas en lechos de
humo
invisible, abiertos por las pausas de la
eternidad.
La intangible extensión de la escarcha
—donde
se agolpan siluetas porosas de antiguos
miedos— desgrana
mi infancia, detenida en su propio
deshielo a contrapelo, en pasos
precipitados.
Abiertas a todo eje, desde mi costilla más
insumisa,
se purifican sus codos en los tintineos del
alba, colmados
de ceniza dominical.
Y en su lodosa lámina de anhelo latente,
revierte a hielo mi frente gélida, vestida
de soles recelosos,
y trepa hasta la cumbre opaca de un sueño sin aliento.
Todo desciende en un solo brinco con piedad
natural,
con la curva sintiente de una luz pura,
adormecida por el olvido.
O mejor: el lastre arrastra mi lloro de
azogue,
condensando el vacío, más vivo que el
fuego.
Mientras, en su instante renovado de
penumbras
que retrocedieron hasta tocar la nada,
es allí donde mi sonrisa moldea el llanto
de la tierra.
Presagio nuevas zonas de pampa y cielos de
promesas,
por abismos inconmensurables,
bordados con razones tajantes que disuelven
mi ser en la tristeza, esa que se enrumba
hacia el albor.
Ivette Mendoza Fajardo
