Yo fui mi propia soledad
Me recuesto en la espesura del consuelo.
Aquí, el alma —sin angustia ni anhelo— se
cautiva.
Mientras sé que he de hallar espinos en el
monte,
y yo, aun así, escucho otra voz:
sentencias diminutas en la almohada,
vacilaciones hundidas, como bocas muertas.
Cantan las aves de París presagios
extraños,
y mi dolor, en secretos rumores,
se cobija en la lluvia que toca
lo que fui:
la cáscara mortal de lo inclemente,
el reflejo inefable de un deseo sin grafía.
Selladas mis heridas,
me extiendo, creyendo en las promesas
de tu brío —tan blanco como un espectro—,
que llevaba, como un cetro, pulsando en el
cristal
los ropajes dormidos de los antepasados.
¿Es el llanto del pájaro cautivo,
o el gris que escapaba de mi garganta, sin
miedo?
Yo fui mi propia soledad para ser fuerte.
Lo sabía, aunque nadie me lo dijo.
Y el cielo miró arder desde su abismo
cuando tu presencia abarcó el universo.
Ivette Mendoza Fajardo