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miércoles, 28 de mayo de 2025

Flor del Yelmo

La acacia, dormida, está de fiesta. Yo la miro. El pliegue marino, triste, piensa conmigo.
El león se filtra por los nervios de esta hora cristalizada,
y sus ojos, hambrientos, irrumpen la distancia que me separa del mundo.
Una marca de sueño eléctrico altanero convulsiona en el aire del salitre,
y siento que la psique de la hierba va coronada de sentimientos que pesan.
La tempestad levanta su látigo espectral en la primera tolvanera de la tarde
y algo en mí se sacude.
El país aprieta su corazón sangrante, sembrado de ciprés en la hoguera,
y yo le doy las manos a quien comparte conmigo un pan de estrellas.
El león recita los versos de Neruda.
Está a punto de romperse a llorar dentro de su caracola imaginaria,
y en su vientre siento crecer al muñeco santero.
El resorte destructor todavía aviva la canción sobre mis pestañas,
pero desvencijado tropieza envejecido, y me dice “yo soy tu boca”,
con el desapego de las nubes. Resignado, muere contra la pared.
Yo atiranto la pausa de su soledad.
La hormiga huye temblando. Con sus extremidades marchita el clavel.
El violín se acerca para detenerla.
Cae en la hoya del letargo y caza terciopelos enamorados.
Caza indefinida. Terciopelo en trozos de vida. Tiempo vengativo.
El semblante de los muertos estudia la aritmética de la pólvora.
El rezongar del león entrecruza los nardos de la calumnia.
 
La flor del yelmo está escarmentando. Su vejiga enferma pacta con la muerte.
Y yo observo cómo la gaviota errante vuela en un ritmo rimbombante.
Ivette Mendoza Fajardo