Flor del Yelmo
La acacia,
dormida, está de fiesta. Yo la miro. El pliegue marino, triste, piensa conmigo.
El león se
filtra por los nervios de esta hora cristalizada,
y sus ojos,
hambrientos, irrumpen la distancia que me separa del mundo.
Una marca
de sueño eléctrico altanero convulsiona en el aire del salitre,
y siento
que la psique de la hierba va coronada de sentimientos que pesan.
La
tempestad levanta su látigo espectral en la primera tolvanera de la tarde
y algo en
mí se sacude.
El país
aprieta su corazón sangrante, sembrado de ciprés en la hoguera,
y yo le doy
las manos a quien comparte conmigo un pan de estrellas.
El león
recita los versos de Neruda.
Está a
punto de romperse a llorar dentro de su caracola imaginaria,
y en su
vientre siento crecer al muñeco santero.
El resorte
destructor todavía aviva la canción sobre mis pestañas,
pero
desvencijado tropieza envejecido, y me dice “yo soy tu boca”,
con el
desapego de las nubes. Resignado, muere contra la pared.
Yo atiranto
la pausa de su soledad.
La hormiga
huye temblando. Con sus extremidades marchita el clavel.
El violín
se acerca para detenerla.
Cae en la
hoya del letargo y caza terciopelos enamorados.
Caza
indefinida. Terciopelo en trozos de vida. Tiempo vengativo.
El
semblante de los muertos estudia la aritmética de la pólvora.
El rezongar
del león entrecruza los nardos de la calumnia.
La flor del
yelmo está escarmentando. Su vejiga enferma pacta con la muerte.
Y yo
observo cómo la gaviota errante vuela en un ritmo rimbombante.
Ivette
Mendoza Fajardo
