Encerrada
en la corteza lunar, el jazmín de la tormenta
arrulla mi
silencio con una tarde nueva, afilada de certeza,
que escarba
dentro de sí un presagio en espiral, en el aire fulgurante,
y se ovilla
en la cintura tediosa de su propio acertijo.
Como un
brote que traga su píldora en la semilla, me sostengo,
agazapada
en su cápsula de ruido solitario.
Lo que vale
es peso en oro vivo, y me tiembla una marea callada;
y en la
arena me persiste la memoria de tus labios,
sollozando
una arboleda entristecida que apenas florece.
Llega la
brasa a su nido vacío, como un petardo
que
extravía la brújula de sus vestimentas,
vueltas
harapos sin contorno: un jarro quebrado
del mundo
donde regresa el polvoso retoño,
ya no bien
amado, deslustrado, como un lápiz de feria.
Te respiro
en el desvarío, predigo tu sueño, te absuelvo,
aunque el
silencio me comparte el sudor que cae
de su
frente. Yo sigo allí, en la frontera donde no habita nadie.
Ivette
Mendoza Fajardo