La obsesión
de garabatear sueños me arde en la epidermis,
sujeta
máscaras de viento que se niega a morir.
Ese abismo
que domesticó al miedo —pero nunca le devolvió la risa—
es quien
borra los cantos que escuché de niña,
cuando el
error crecía como fruto podrido en la rama.
Ahora me
besa con labios de ausencia,
desde un
amor resquebrajado hacia un hambre de ojos vendados.
¿O será el
plomo en su lecho lo que pesa más?
El pavor es
un muro de cristal: grita en mis venas y no cae,
como
péndulo fijo en el aire,
como
chaqueta abandonada
que no
acepta la claridad del día. ¿Encenderá un cigarrillo?
Lucha con
el vacío, aniquila al ocaso,
pierde su
fuego de gratitud.
Los hijos
del anhelo, desnudos, inmóviles,
gritan sin
voz: yo soy la flor de tu sangre.
No hallarán
descanso en la luz.
¿Quién los
busca en su muslo agusanado?
Nacieron
antes del tormento. Ese es su sino.
El abismo
no vive en ellos. Está en mis cenizas, sin espuelas,
en esta
costumbre de quemarme las manos
esperando
lo prohibido.
Y eso… eso
es lo que más duele.
Ivette
Mendoza Fajardo
sujeta máscaras de viento que se niega a morir.
Ese abismo que domesticó al miedo —pero nunca le devolvió la risa—
es quien borra los cantos que escuché de niña,
cuando el error crecía como fruto podrido en la rama.
desde un amor resquebrajado hacia un hambre de ojos vendados.
¿O será el plomo en su lecho lo que pesa más?
como péndulo fijo en el aire,
como chaqueta abandonada
que no acepta la claridad del día. ¿Encenderá un cigarrillo?
Lucha con el vacío, aniquila al ocaso,
pierde su fuego de gratitud.
gritan sin voz: yo soy la flor de tu sangre.
No hallarán descanso en la luz.
¿Quién los busca en su muslo agusanado?
Nacieron antes del tormento. Ese es su sino.
El abismo no vive en ellos. Está en mis cenizas, sin espuelas,
en esta costumbre de quemarme las manos
esperando lo prohibido.
Y eso… eso es lo que más duele.
Ivette Mendoza Fajardo