No perpetuaré la mano de tu miedo,
aunque el recuerdo, florecido en mi sangre,
reviente como burbuja en la memoria: arpa
desnuda.
No hay orilla prófuga donde entregarme,
exhausta, en una efigie
herniada, ni fingir que puedo
detener el tiempo sin dibujar el corazón
fatigado
de mi carne, abierto como un fruto que
sangra
en los relámpagos de tu campanario errante,
sin lucha ni salida.
Derrocharé, frente a ti, los colores de la
razón,
en medio de los ejes del mundo—unos labios que no han mentido—
mientras se abren, ante ti, mis horizontes.
No te guardará el pulir de los cielos
ni el cálculo de sus navíos,
grabados en rocío, de una vez y para
siempre.
Porque soy
un torbellino en desolación, un trueno
espumoso de nostalgia
en estado puro, un árbol en tu simiente que
engendra canciones
de amor.
O quizás: la ola universal en surcos de
violines risueños,
dentro de mis lunas femeninas.
¡La vida no ha muerto! Recoge sus hebras de
crisantemos.
Ivette Mendoza Fajardo