Cien colores hacia el alma
Llega el ígneo crepúsculo de cien colores,
y nutre un cielo de gala soberana.
¿Jadeante su reino de razones? Por tanto,
sea florida
la corona del encanto en los nuevos mundos
luminosos;
que esta pensativa hiedra —en el cuerpo
frío en que vivo—
con sola su navaja de fuego fue hecha.
Vino denso del alma, de talento dotado,
tibio reflejo
con el que le rescato y lo celebro, aunque
por dentro
me desvanezco ¡me quiebro de emoción!
¿Quién aúlla guarda superdotados
movimientos?
¿Quién busca que la cordura no se halle
rota,
desde los cuatro elementos disecados al
olvido?
De pronto, todo se detiene, con lava
embriagante
desplegada de energía; donde después
misteriosamente
se hace costumbre hasta el pináculo
triunfante.
Cien colores se unen al corazón mío, con el
aire de
mi semblante y una dicha que, como rosa, se
deshoja
docta de renuevos, sin despreciar
la fantasía que la vio nacer.
Ivette Mendoza Fajardo
La plegaria del pez goloso
Yo percibo rimas como brillos locos de
bellezas aromáticas,
y me embriagan placeres risueños de lejanos
fulgores;
saboreo venturas fecundas de mil postres y
lamentos
cuando habito la gloria de la aurora, en su
luz imprecisa.
Rodeada de nubes, contemplo la cuna,
rozagante de encajes.
Tullida escarcha cuaja el pantano del
cielo: en pavura,
siento cómo las siestas domingueras se
agitan en los follajes,
y me dejo llevar por los atributos de
suaves trinos.
La luna, ya saneada, se amamanta en dulces
piras;
y ante los cabellos de ángeles, el sol me
purifica
con la roja plegaria de un candor auroral.
Pero mi pecho sangra de dulzura inútil,
como una anhelante bergamota, me asomo al
goloso pez,
conjurado en arte, pureza en los ojos
—primor
de reina prisionera de una tiniebla del
amor, donde ya
me encuentro.
Ivette Mendoza Fajardo
