Huipil de la Certeza
Yo no reverencio al día que busca un diente
de leche, lozano y leve,
ni al cálculo callado de pupilas que
charlan con el gentío, abatido
ni a relojes que chillan en la almohada,
como una seña torcida,
ni a sábanas vencidas por la costumbre en
su plácida nostalgia.
Ahora me envuelvo en el carbono cautivo de
la penumbra,
sin girar las melodías, ni disolver
consuelos en nuestra lengua.
Desde este mundo deshecho, el canto intacto
de mi entraña hambrienta
reclama algo más para la lágrima postrera
que vierte despedidas,
para los que jamás cesan su clamor,
para aquello que lo imposible aún retiene.
No decimos nada.
Ya no hay enaguas, ni huipiles, ni certeza
alguna,
solo nosotros: detenidos, envueltos en el
manto de la danza.
Rebusco por fin una caricia partida, y me
cruzo —fugaz, rumorosa—
conmigo, en el balbuceo de besos que aún
sollozan,
antes de ser arrastrada a ese nunca y esa
nada,
donde la miel y la hiel se mastican sin
tregua.
Me abandono al fin al cese. Me doblego.
Me devora lo ansioso.
Y floto en el remolino: la noche,
adolescente y dolida, es mía.
Sin tierra. Para siempre.
Ivette Mendoza Fajardo
