La Encrucijada del Pedernal
Copas de labios auríferos, se abren
sobre la oquedad hambrienta de lo que calla.
Cabezas lavadas, estalactitas enfermas,
engordan de sombra bajo mis dedos pulgares.
Armiños ardiendo en tus ojos de luna, solo
tú,
cruzando la soledad negra del deseo.
Eres tajante a contraluz, una punzada en la
boca,
niebla y violín al borde de mi espina.
Entre chicharras, saltas, te quiebras,
tiemblas,
y tus veinte caletas abiertas me llaman sin
miedo.
Corazón de carne y delirio, indivisible,
llegas a mí oliendo a mies mojada, a
historia viva,
a llamarada tropical que derrite mi cintura.
Oh guante de tu voz susurrante, giro de
planetas,
sientes cómo mi lengua se enreda en tu barba
áspera,
cómo me evaporo en tu noche caliente de
amaranto.
Escucha: mis huesos se parten en las cuevas
del silencio.
Vives en la tormenta de mi cuerpo,
oh anís salvaje, dulzura hecha bruma,
que me tocas desde el alma hasta el cuello,
desnudando mis cenizas.
Y cuando se rasga el velo de la razón,
me empujas a quedarme a vivir en el filo
del gozo:
bello reloj de jade, en paladar agudo del tic tac,
la luna cava su piedra en la encrucijada pulposa de anhelos,
y me sostiene, desprovista de todo,
mientras caigo
en tus brazos apretujándome con tu alma de
niño.
Ivette Mendoza Fajardo
