Se extingue el recuerdo de la tarde
radiosa,
en un mutismo extraño, donde un haz de
flores,
ya sin dueño, disipa su fragancia.
Todo centellea en un claroscuro tenue, que
carece
de expresión en el perímetro del atardecer,
mientras yo, en un mundo desnudo,
asombroso,
percibo palpitar a las sombras más
eufóricas.
Un montículo temerario, suspendido, salpica
los destellos en bruma, vulnerablemente
incendiada,
y la estancia taciturna entera se me nubla,
con su silueta vidriada.
El instante, absorto, cruza sin presagio, y
mis pupilas se deshacen
hasta que un pensamiento pesaroso en su sedosidad,
revela
una figura virgen de espuma, que cae ante
las cortinas rotas.
Siento, una época oculta que llega tardía,
y es una manzana letárgica,
que madura en mi pecho, y las lágrimas me
brotan
en ese firmamento del ayer, afligido,
sellado, ilusionado.
Una luna doliente gira en mi entorno
sin manual de la vida y sin alegrías, a
veces incoherente. La ausencia es
ese recinto que se vacía, se abandona, se
ahoga,
con sus ventanas del siempre, y lleva los
frutos diciendo:
que florezca el reino, porque el reino está
en mí.
Ivette Mendoza Fajardo
