El acordeón halagüeño
Este acordeón halagüeño, por definición, es
consentido y caótico.
Monotonía de simulación y la melodía de
teclas, hombro a hombro,
tocando en el tren de Granville, Vancouver.
Voces sepultadas en ternura, en el punto
exacto, se despiertan sobre mí.
Y en ti se refuerza, como en un naufragio,
con fragancia rebosante.
No es este peldaño de la música tu mundo
exterior; es tu niño interno.
El acordeón está allí para ser y ver tus
extraños y lúcidos sueños de antemano.
Saborea los colores llamativos del otoño y
el crujir dorado
de sus pies de hierbabuena, llegando cada
melodía a la médula del alma.
Está allí para despertar tus pensamientos
de luz que aún rebotan por impulso,
para tomar el aroma de la eternidad, para
ser el reflejo de tu subconsciente.
Para decirte que siempre, no importa dónde
estés, mires la vida con
un rojo palpitante, sin dagas ni arpones, y
te vistas de optimismo.
El calor de una tecla te resguarda con el
fortificado aliento de estrellas
de aquellos que, sin conocerte, te iluminan
desde lejos.
¿Sería ineludible beber el agua de la
piedra diáfana y afrontar la imprecisa
fantasía que enfrenta un acordeón,
de sonreír a la cámara del olvido para que
ella te muestre su cara en
penitencia, su sabiduría eternamente
halagadora en los portales de su
nuevo yo más allá de una simple nota
musical?
En tramas de signos y sudores trabajados
que dejan los años
continuos tocando, incluso bajo chubascos
enajenados,
el acordeón nos mira con sus ojos fijos,
declamando en las multitudes,
como diciendo: ¿Cuántos abrazos obtengo
cuando deleito tu alma;
cuántos alegres adioses se impregnan en esa
piel que solo sabe música?
¡Ríete, ríete sobre el talud de los espejos
de una mañana nublada!
Como una loca canción que solo ofrece los
deseos de una zumba,
en misterio, soñando en vergeles de cielos
plásticos, mientras
la tarde fría es la transpiración de la
palabra delirante que arrastra
lo arcano y su noche de rondas. ¡Ay,
acordeón…!
Ivette Mendoza Fajardo