Las oropéndolas picotean la ventana.
Escarban melancolías en mi pecho sonoro.
En la vereda descamada me rasguña
la mácula del humo.
Sus calices se dispersan lentamente.
El céfiro erosiona bordes torcidos.
La penumbra del anhelo es casi música en el
alma.
Y en todo el patio la quietud guarda
astillas de hierro.
Dentro de mí parpadea un ala, como la magia
de mi niñez.
Instante suspendido de un amanecer:
zumbando en mis sienes,
crepúsculos de vida desgastada que nadie
puede sujetar.
Todo reposa en claridad rendida: muros,
dinteles, aldabas,
la mesa, la lámpara, la cortina. Luces que
hablan sin palabras.
La azotea y el suelo tan sinceros con sus
ojos abiertos.
Todo permanece bajo la claridad de la
mañana.
En sus melodías permanezco. Me libera un
sol de blanca sangre.
Atravieso atardeceres entreabiertos: el día
es un viaje en la emoción.
¡Oh nidos que deambulan inmortales!
Pequeños fragmentos de conciencia.
Soy el caminante que derrama miel de fuego
en
el corazón de la hojarasca,
colándose como aire entre la hendidura de
las hojas.
Ivette Mendoza Fajardo

Senderos de incertidumbre
hienden mis ríos descalzos;
me cercan voces dormidas,
me germinan huertos callados.
Senderos de incertidumbre,
la vereda se abre y se tuerce;
en el remolino de miradas
otras manos cautivas resuenan.
Casi al umbral del zafiro del mundo
brota un lirio, nítido, intacto, esperando.
Me sorprenden letanías serenas
en el filo helado de la nada;
la lluvia se desgrana en su despedida
y sostiene lo frágil.
Senderos de incertidumbre:
¡ha germinado la quimera!
Ivette Mendoza Fajardo
Irradia mi médula elástica en el enchufe de
la expresión.
Entre los engranajes siento cómo resbala la
sentencia quebradiza,
llega con el arrebato de la sinrazón.
El mundo camina sobre la leve furia de los
sentidos
y deja tras de sí una estela enajenada,
fósforo hermoso.
La horca de la desazón apolilla mi existir.
Corrige, a su modo, el rumbo de un farol.
Sólo hay una forma de ver la tarde
mastodóntica:
cuando un rostro agrietado aparece en el
imperio del meteorito
y se exonera entre las cejas del designio.
La tierra es un extraño ruido que se aferra
a un broche perdido;
en la pureza de sus muecas lidia con el
combate
de tercos besos.
Las viñas del dolor navegan peregrinas,
cargadas de divina esencia.
La mañana se sostiene de prisa, persa en su
ademán, como los
corazones apresurados.
Y en mi médula gravita la forma intacta del
desvarío.
Ivette Mendoza Fajardo
Desde la polea del silencio, la noche anuda
la llama zarandeada por un piano oscuro
que toca la ventana solitaria
con la paciencia crepuscular en su pulso
aletargado.
Es un texto de sombra que pide el fuego,
una maravilla intacta devorada,
una fisonomía reanimada de sol.
Su acento es desvelo en semáforos del
cielo,
claustros serenos como mapas errados,
y una calle sinfín que se transparenta,
dormida como la mañana centellante que
guardo.
A usted, palabra desahuciada,
llovida de niebla y fe,
le entrego las horas que se deshacen
en el cansancio de mis venas.
Ivette Mendoza Fajardo
Si tu voz no me alcanza por el ramaje
encendido,
se disuelve el instante en la arena de mi
sangre;
te miro como un faro que flaquea sobre una
daga
de esplendor, y me extravío en la niebla de
la espuma.
La sed de tu pupila presurosa llora en la
quietud,
en el desierto que a diario me consume; una
mácula
me late la garganta por tu vida entera,
por la esfinge del mar, sedienta de la
lluvia que se esfuma.
No me retires tu cauce ni tus palabras,
no te encierres en la piedra desvelada que
vacila,
ni en la fiebre del estruendo que me
erosiona;
mis árboles se quiebran sin rocío.
Deja que los manantiales de tu centro,
minúsculos universos con su música lenta,
resuciten mi campo en el estío.
Ivette Mendoza Fajardo
Todo colapsa cerca de mí, el mismo campo,
el mismo vacío cuántico.
Debajo de un beso tuyo, un fotón
entrelazado se pliega en su espín,
y mi onda superpuesta, la de siempre,
persiste aquí, reclamando energía.
Giro en la función de probabilidades tras
mis átomos. El átomo disimula,
y el orbital, idólatra, desciende a mi
frecuencia indeterminada.
Hay quarks que van tejiendo las moléculas
como telas de araña.
La constante de Planck me da una dosis de
cariño en su vibración.
Y mi resonancia se expande en el universo.
El universo entero se enreda en mi
partícula aromada.
Una dimensión de incertidumbre me presiona
como materia fragmentada
que busca tu brisa ácida.
Toca colisionar con mi propia radiación, el
canto radiante de tus alas.
Mis electrones se dispersan, recorren
hambrientos la malla,
y mis neutrones excitados perciben el rigor
de la interacción que soy.
Ivette Mednoza Fajardo

Me reconozco en la inercia del otoño que
dilata la tarde,
un calor latente que se estira hasta
quebrarse.
La resistencia del aire colisiona breve,
se apaga en la epidermis de los segundos
cósmicos.
El tronco del impulso me revela en su flujo
térmico;
ya no indago las entropías del suelo
descubierto,
sólo me cubre el centelleo del recuerdo eléctrico,
en la polaridad del cielo.
La fuga del calor es un manto de intemperie
a paso de tortuga.
Mi contorno es enojo en circuito cerrado
que se deshace en la sangre y en el fuego;
la nueva soledad se afila con el soplo del
viento.
Camino con descargas de alto voltaje,
y la senda se desprende detrás de mí:
es el tiempo
mudando de cuerpo, de temperatura y
fricción.
Ivette Mendoza Fajardo
El pulso del cuerpo cede bajo un cielo que
se agrieta.
Mi mirada se disuelve en la radiografía del
horizonte
y traza su diagnóstico, su única residencia
entre los vivos.
Está fría la luz y el flujo sanguíneo se
agita.
Aún no despiertan las pupilas estelares en
este examen vespertino,
cubierto por descargas eléctricas, por el
estruendo de impulsos nerviosos
y por la tensión de los ventrículos.
Y aquí estoy, frente a mi propio torso.
La llama interna de donde se abrieron
mis
ojos
para inspeccionar la anatomía del mundo
y recitar, a todos los músculos, un
silencio suspendido.
Ivette Mendoza Fajardo
Me oculto en tus vertientes, robando
silencios,
y la fantasía de tu letargo me araña la
lengua.
Cada promesa tuya perfora mi destino,
rompiendo laberintos donde se extravían
las imágenes sonoras del deseo.
Te miro:
vibras en mí sin conquista del tiempo,
el relámpago de tus dedos truena en mi
nombre antes de decirlo.
Una furia tuya golpea mi pecho,
yo guardo el rumor, me retuerzo en la
espera de tu risa sardónica.
Eres chispa atravesando muros y tormenta,
una calle que se abre con mis pupilas sin
límites,
un loco compás que dibuja caminos
invisibles entre nosotros,
y, aun así, me ofreces un canto matinal
como si fuera una fresca mañana nacida para
mí.
Ivette Mendoza Fajardo
Una mórbida hormiga sobre mi delirio
viajero
rompió los buques rasgados por la fuerza
centrípeta,
siglos que habitan la otra orilla,
en el espejismo turquesa que camina suavemente
con venas de asombro.
El ojo abierto reconoce al navío:
en su alcantarilla se deshoja.
Alguien llama en las aguas harapientas,
donde no hay proa ni popa,
solo la chispa del reposo.
Cruje el timón, cruje la noche;
por eso sigo soñando con la sirena del
amor,
que canta su sed a la orilla
de una espuma inocente.
Ivette Mendoza Fajardo
Rutina insostenible del alma:
horas de amapolas detenidas en la sal
secuestrada,
caracol borrego vacío que grita al viento
su espuma,
sonrojo estremecido sobre el coral y la
concha
se enloquece.
Fatiga de pedal en flor:
una miel a punta de caramelo se petrifica
en luz,
deleita la nada del desenfreno de
arrecifes,
la vasija de piedra calla su secreto en
muda corriente,
un jardín interior se disuelve a rienda
suelta.
Rutina insostenible del alma:
el encuentro a tientas en su ligadura, como
algas verdes,
espuma quebrada a todo trance en la uña del
alero,
ventanas celestes hacia un pasado intacto.
Destino incierto:
en la brecha de la ausencia se aburre la
ostra,
un párpado clausura la mecha ardiendo, y no
hay preguntas,
futuro rabo de hoguera que nadie elude.
Ivette Mendoza Fajardo
Me redimo entre voces extrañas que se
inclinan,
el suelo es mi dueño y me desarma a la vez;
no huyo, no me diluyo en los pantanos de la
bruma,
el mundo me observa y me desvanece
en
la desazón de un alma adolorida.
Cuchichean las raíces que laten bajo mis
pies,
el viento me despotrica, se lanza al
silencio silbando,
las piedras no dejan que caiga ni que me
levante,
el tiempo se enreda en mis baratijas
amistosamente.
La luz bebe las tormentas que atravieso,
el abandono roza mis brazos de ave
resentida,
la savia de los días se ahoga en charcos de
silencio.
Me renuevo en aire: solo existe
una tierra incomprensible: cercanía y
fuego,
el crepúsculo es blanco y me llama a
desaparecer y rendirme.
Ivette Mendoza Fajardo
¡Una aventurera!, me digo.
Camino por sendas de polvo y hojas secas,
busco la lontananza
donde la congoja de mi pañuelo no aúlle
y mi vida no sea arena movediza bajo mis
pies.
Aprendo de la esperanza del tranvía
expreso,
siento el cielo crujir en mi sangre
como ramas secas que se parten;
avanzo, mitad sombra, mitad filo de acero,
soñando en el silencio que me aprieta el
pecho.
Atrapo metamorfosis de troncos dormidos
que visten almas humanas de tallo y polen;
olfateo nubes de fragmentos
que flotan como humo entre mis manos,
tesoros que nadie reclamó en esta vida,
como si fueran mis monedas de oro.
La luna burla los cigarros del mundo,
ese sueño insano que devora la carne,
y queda solo, perdido,
en la bruma que huele a barro mojado
y al carbón del tiempo que consume los
días.
Ivette Mendoza Fajardo
El vidrio orgulloso guarda un reflejo,
como un eco detenido en su fiebre.
Me acerco al borde,
mi cuarto se abre en tajos invisibles,
el polvo respira,
mi mano hiere la página pensante.
El encierro se estremece,
y el café que tomo me grita cansancio.
Una calavera circula en los espejos,
me devuelve un idioma asustado.
Abro la puerta,
y los días desfilan sin color,
solo deseo,
solo ruido creciendo adentro.
Allí,
tras la tela del humo,
el esqueleto de palabras
se levanta en otro refugio.
La hoja me expulsa,
pero me deslizo a su médula,
como sorprendida
de mí misma.
Ivette Mendoza Fajardo
Un nombre tuyo —placer antiguo—
me borronea y me consume
hasta que en mis entrañas
la culpa se disuelve.
Ese fuego de ideales aún vibra
bajo el ombligo de un gesto,
puro espectro. Ansío, me entrego.
Un imán con garras me deshila,
nervio tras nervio me arrasa,
derrama con fuerza absoluta.
Un recado ya es piel. ¿Quién sostiene
tal conjuro secreto?
En la grieta del instante perdido
algo huye de su brújula rota,
se precipita en caricia,
trastorna la memoria.
Mi agua resplandeciente se hace cuerpo,
placer —soñado— regresa,
mi vivir se convoca a sí mismo.
¿Alma, carne? Mi esencia,
meticulosa, todavía gime.
Ivette Mendoza Fajardo
He sido signos cegadores entre la luz
lánguida,
centinela de noches que escrutan su propio
silencio,
narradores de soles nacientes
que iluminan laberintos desdibujados que se niegan a
dormir.
Este Génesis en mis manos es el rito final,
el brío que quema la alegría de la memoria
y convierte la existencia en chispas de
luna,
un mapa que arde sin geografía.
Los valles de tanta sed se retuercen bajo
mis latidos,
el eje interior se despereza como un pájaro
oculto,
músculos en sombra, colmillos de aire,
buscando escape en la tierra herida.
Ni siquiera el horizonte podrá borrar
lo que hemos sido, lo que aún nos habita,
como la mano que desafía el infinito.
Ivette Mendoza Fajardo
Tu voz es enchilada en mi hambre,
roce que quema y germina,
deliciosa en mi paladar,
como bolillos que abrazan nacatamales,
nacidos con tierra y sol nica.
Me desata, me enciende,
un Gueguense despierta en mi pecho,
memorísticamente,
para domar la brisa azul y blanca
con la tuya.
Sigilosa me invade,
guardatinaja ardiente susurra en mi oído,
himnos de lagos y volcanes
derriban mis silencios
y nos arrastran a la danza del Toro Guaco.
Tus sílabas y las mías se buscan,
se hieren, se enredan,
y el aire, sudado y vivo,
se hace nuestro cuerpo ungido,
ritmo y alma de quesillo y pinol.
Ivette Mendoza Fajardo
Yo lo sé:
regresa a mí el muchacho de vinos
inciertos,
ese que resuella en madrugadas torcidas
y se zarandea al compás de una marimba inspirada.
Lo miro regatear con hablantines de
distancia,
cambiar mi desvelo por un plato de
fritanga,
y en mi alma atesora la noche como candil
de festival.
No entiendo el conjuro de su zapateo,
pero me provoca —quieta, absurda—
en el petate áspero y en la sed de la
tinaja.
He rastreado sus pasos en la tierra
astillada del garañón,
donde alguien golpea maderas tercas para
tentar la suerte
y el miedo se agita en un vaso oscuro de
jícaro.
Ivette Mendoza Fajardo
Siento un hálito de brezos y cardos,
dulce al tacto y punzante en mi baúl de
remembranzas;
mis inocencias se enroscan en nardos secos
y los inviernos antiguos gotean frío sobre
mis aleros.
Roce de juncos, plumas caídas,
humo que trepa y se dispersa por mis noches
errantes,
campos mudos donde mi sueño es raíz,
ciencia temblorosa de la niebla que me
toca.
El tiempo, raudo del verso y silencioso,
es mi amor sin astillas,
copa que guarda mis sacrificios hiperbóreos,
con sonrisas que escapan, fugaces,
restos de días enterrados bajo ceniza de
memorias y objetos.
Oh, mis corpiños del agua, olvidados,
mis secretos que tallé en vigilia, de
dolientes canas;
¿Dónde buscar, dónde estoy agotada, lo que
llora sospechoso?
Sed de lluvias que no caen,
soledad que se extiende sobre los costados
de mi santuario inexorable,
y me susurra cuando miro mi reflejo.
Ivette Mendoza Fajardo
Mis mañanas en el traslúcido mirador.
Agosto,
poblado de espíritu complacido, lleno de
hojas y mi presencia,
me rinde a la suavidad de la lluvia
y escucho los murmullos del magnolio.
En la espiga de mi mundo, broches de oro y
cendal,
la intensa sensación de reverdecer
al alborozo fresco de la natura.
Mis mañanas fértiles de flores y azul
profundo,
radiantes de terciopelo, radiantes de
vides.
Qué me diría esa nube devorada por el
tiempo
si el alma, colmada de luz y azucenas
trémulas,
se sumerge en el crepúsculo de todos mis
recuerdos.
Qué fragmento de vida me lleva el andar
hacia lo pálido,
hacia el animismo de la sortija rota que
custodia los siglos.
Ivette Mendoza Fajardo
Moldeo el instante,
como un pulso lento que pule un remolino de
barro,
con la paciencia de fábulas encorvadas,
extraviadas al pie de un hueso de desvelo,
sin más anclaje que el roce de mi mano
imitando su latido en la greda,
donde cada engranaje se adelanta a mi
trazo.
Quizá sea una estatua sagrada,
árida y quebradiza en su relieve,
entre vasijas urgidas en la trama
de una modulación visible,
como cuencos que me miran
ante la extrañeza de sentir
cómo el cauce del recipiente
se extingue en mis dedos, agua blanda.
Tallo la figura pétrea,
sin artificios ni risas,
y en esa disonancia,
sin remedio posible,
las arenas densas se agitan
dibujando, tal vez, un horizonte
hacia el segundo preciso
que interrumpe la fatiga
de un cuerpo que, al fin, pronuncia su voz.
Ivette Mendoza Fajardo
Sólo un sacuanjoche me mira.
Desde el barro, una maraca-picaflor
bendice la mano de un volcán
que me pinta azul una mancha blanca.
Aún sombría, me persigue,
me acecha en una mañana madroñal
y exhala su hálito explosivo.
Pero me consuela, en pasos fugaces,
con pinolillos lacerantes
que recuerdan proezas
de gorros frígidos e inmortales.
Y desde un lago, unas pencas
se mecen en hamacas
con las caras festivas de los polvorones;
abarcan la piedra eterna
donde levanto la choza azul y blanco
de mi destino.
Y he aquí,
tocando la marimba con la ayuda de la luna,
zurciendo el huipil dolido de mi carne
viva,
modulando las torceduras de un cenzontle
que canta, una y otra vez,
en la voluntad de un jocote
que lame mis heridas.
Ivette Mendoza Fajardo
El vergel es un mundo de sollozo enamorado,
un antojo en el mapa de las visiones
de un remanso indefinido de la natura;
tiene la ilusión de ser hermoso,
que navega hacia un infinito delicioso,
donde las flores tienen formas y olores
celestiales.
Impenetrado,
su interior de fruta enloquecida, esa
fuerza
que derrama —detrás de las primaveras—
la cara gozosa de la eternidad,
y se aferra en mí, en el ojo de frescura
sazonada,
donde salgo a caminar por las noches,
junto a tu compañía, esperando la fuente
clara
de tu amor. ¿Y qué nos une?
Las espinas de la vida,
y un vacío que se llena de belleza y
persistencia.
Ivette Mendoza Fajardo
Etéreo y fascinante,
embarco lo que arremeda avellana,
y soy ave que no loza en destiempo:
mi única garrocha sostiene el viento.
Perdimos su jazmín —yo con su aroma—.
Lavado logotipo en evocación del goce,
por la luz del saber, mis ojos quedan
en este poema que sabe a paladar,
dulce, aún sutil, que se mustia todavía.
La complicidad del sol, crin bermeja, ara
suave,
yo manejo el ómnibus soberano del óvulo
otoñal,
bajo los inmensos paraguas que trepan al
cielo,
y en sus tres cordajes, en el genio giro,
mi vivaz espada juega con sus destinos.
Ivette Mendoza Fajardo
Capucha oscura
Capucha oscura de la noche,
fina tela que abraza el silencio;
mi ser se engarza a la imagen eterna
de su forma:
guárdame en la agonía callada de sus gestos,
a flor de lumbre.
Estaré en el remanso, solitaria,
y en el surco germinaré, firme y lenta;
plantaré un trigo de oro,
curva dorada fiel en estío.
Entonces, en cielos sin dolor,
y en el llanto tierno de la luz,
ya no duermo,
y la marchita espiga quebradiza no renacerá.
Ivette Mendoza Fajardo
Trenzas de desilusiones me embisten,
entrelazan aguas densas sobre el tapete del
sol
del camino que cargo con poros de luna.
Pedal giratorio se alza desde el semáforo
del mundo,
vuelca el neón dormido de mi carne
en su jaqueca incolora.
Golosina que ahoga buches
en la giba que se arquea en mi sentir.
Glóbulo que derrumba la calma,
alza en lo alto un botín oscuro
que me ronda, mordiendo el vivir.
Cráneo apocado que hiere con su choque
pausado
cuando el querer pide reposo y no lo
concedes;
destornillador ciego que raspa el hueso
codicioso,
exprime sal como la pena
de habitar sin candelabro.
Ah, los desniveles desconfiados
que encogen la vida.
Ivette Mendoza Fajardo
Mis ojos, un reloj compartido
vibrando en la orilla del segundo.
En las líneas de un ayer sin agujas
rozamos el cobre sin escudo,
fijos en descifrar un temblor,
mendigando la hogaza prometida.
Y vino, callada y exacta,
la curva final del minutero.
Fuimos chispas cruzando el estío,
metal y escama en compás,
fogata sin suelo
borrando la huella de la llama.
Sembrador de horas latiendo,
dejaste voces en la brasa,
hasta que la ceniza te volvió clamor,
y el clamor, mi oxígeno.
Paletas de savias, de mapas, de umbrales,
de cielo:
saxofón dormido frente a la calle.
Ivette Mendoza Fajardo
En la plataforma pétrea del abismo
late la médula embrionaria
como el hálito hinchado de la savia
que en la arcilla
sin fervor
fluctúa
dibujando sus raíces sobre el río
Más hondo percibo la urgencia
que quiebra
la terca quietud del vacío
La materia severa se disuelve
en tránsitos
y borrascas errantes
se pliega al aliento que fermenta
su propia silueta esencial
su estudiosa ceguera de lo externo
Sigue vibrando el quiebre
en la senda glacial de su garganta
Un abrigo respira aislado
chisporrotea de gozo entre la tela
florecida
y en la garra más profunda
una brasa invisible
se reconoce
Ivette Mendoza Fajardo
Intuyo el umbral inasible del exhalar,
el tul de resplandores mudos en la entraña
del abismo.
Tejo hilos perpetuos desde mi génesis.
Rescato ascuas pretéritas
en cristales y tapias
donde abro hendiduras para avistar el ocaso
y el albor.
En los mausoleos
palpitan lágrimas fulgentes,
sombras calmas sobre la roca
o en el sustrato del juicio,
donde duermo sobre el yermo.
Devuelvo contorno a mi clavícula descosida,
descifro la mueca de mis falanges abismadas
que brindan merced al náufrago que soy,
aserto con cerdas y nudillos.
Poseo la tonalidad,
la fricción nívea y umbría sobre el hilo de agua,
el segundero del hálito,
la cautela del aliento.
Yo replico.
Ivette Mendoza Fajardo
Puente leve del sonido.
Desde mi epidermis novísima, el viento:
pulso del ocaso.
Insectos mínimos vacilan pensando.
Abro las lluvias
sobre un tapiz dorado de semillas.
Abro el torrente, y allí germino,
como se expande el hueco en mis pupilas alucinadas,
como despiertan bocas vedadas
cuando la dermis del cosmos reposa en lo
que toco.
¿Fui trino en la frescura?
¿Grito jamás?
Puente leve.
Ocaso.
Insectos mínimos vacilan pensando.
Quizá la obstinación de las espigas
o mi abundancia celeste en el temblor del
ojo.
Ivette Mendoza Fajardo
Barco agonizante,
me bulle en mi sangre,
carne viva / marfil.
Una rueda gime espantos,
sangra la sombra en mis venas,
puñado frío, deshielo.
Cúpula cubierta de gusanos,
machaca misterios de espiga,
carnes que se desgarran, ausentes,
gritan, gritan por las noches.
Luna confusa,
en la borrasca de mis dudas,
se mueve, se mueve, encendida,
como un faro sin puerto.
Jardín que huye,
sacude, sacude árboles de mi ser,
coronas, coronas abolidas,
curvando el amanecer.
La música lame,
mi rostro placentero;
extraña sensación
espumosa imprime.
Ivette Mendoza Fajardo
Instructor: Taller de Creatividad y Poesía Contemporánea
Vancouver, British Columbia, Canadá.
Por la ribera perezosa del río,
mis cabellos sueltan mareas.
En pestañas, rocío,
en besos, frescura,
en canción, miedo.
Copo de nieve en mis párpados cae,
pies cansados pisan arena,
lluvia viste mi piel de oro.
La tarde nubla, monótona;
el silencio se extiende,
despierta ansias en mi cuerpo.
Piedra lacerada, vigilia de mi sueño,
el tiempo abraza la llanura,
lluvias del mundo.
Lengua que inventa distancias,
giros del viento en mis oídos,
la mano recorre el vacío.
Latas que lloran con furia,
ráfagas suenan dentro de mí,
tierra salvaje, corceles de luz.
Ivette Mendoza Fajardo
No pudo escapar el rubor del ayer:
huellas arden en el fuego de mi memoria.
El fulgor,
como silencio en la oscuridad.
Todo cambia
cuando me alumbra.
Estrofas perfilan
penas que brotan,
lecho que cobija
sombra en la calle.
Armario de ilusiones,
estallan en multitud de horizontes,
luces que sueñan despiertas
en mi noche festiva.
La soledad rompió mi esternón de acero,
el aire se hizo astilla,
me visto con relojes oxidados.
Cuerpos emocionados, tinta que huye;
mi vestido es luz que arde en el dolor.
Alas oscilan en chispas.
Ecos de ritmos idos,
sanador de mi tierra pasada.
Ivette Mendoza Fajardo
La mañana es soñolienta.
Los recuerdos duermen en mí.
La melena llena
de pensamientos ausentes,
el viento los desparrama
leyendo mis poesías.
El astuto grito
se quedó amarillento,
asustado,
se derramó en tu presencia.
Los labios soplan
paisajes infinitos;
sus raíces
cuentan mi historia.
Los chirridos
de un ojo que brilla
llevan el mensaje
de mi realidad incumplida.
La burbuja se esfumó,
como mis sueños.
El aire estaba cargado
de mis pesadillas.
Ivette Mendoza Fajardo
Instructor: Taller de Creatividad y Poesía Contemporánea
Vancouver, British Columbia, Canadá
La silla buscó mi forma,
y yo me deshilachaba
en sus colores roídos.
La butaca volvió la mirada.
Escuché palabras
sin pronunciarlas.
La ingenuidad de la hoguera,
beso que nunca tuve,
quedó en cenizas.
En el vaivén de la puerta,
un largo compromiso.
La tiniebla me arrulla
el cansancio de mis manos.
La sombra distraída del tiempo
en el mar.
Silencio en movimiento.
Agua que me salpica,
filosa y fría.
El milagro de la vajilla
sigue al sol en el agua.
Cantan mis caracolas
en ese torrente.
Ivette Mendoza Fajardo
Los escaparates del cielo guardan la
vajilla de mis quimeras,
como porcelanas desapegadas que, súbitas,
se quiebran
en el mar blando de la bondad.
Una cúpula de vigor —la realidad que no
miramos—
moja lozas exasperadas con designios
traviesos;
sombras amargadas cosquillean al dragón
que rejuvenece en la yerba de mis
laberintos.
En un instante tropical avanzo sagaz y
menudo
por estratos amañados del sonido,
proclamando destellos de arengas
como lenguajes sellados en nuestras anclas
sumergidas.
Te valoro con estallido en el licor
rutinario de nadie,
y cada noche se licua la diversidad de todo
cuanto existe.
Satisfecho es mi sueño de bengala; su
textura frágil persiste
en la palabra entubada, sincronía compleja
de mis vestimentas.
El aura del tiempo que me aprovecha delira
con recelo de azulejo,
y conmociona en compañía de tu oído
primordial.
Sin complacencia atravieso la fealdad
del origen de la butaca invertebrada; en su
tolvanera irritada descifro
el precio de sus misterios.
Y para decir verdad, todo está para poder yo
cambiar,
porque solo así resisto
a esta gran fuerza de batalla perpetuada.
Ivette Mendoza Fajardo

Se extingue el recuerdo de la tarde
radiosa,
en un mutismo extraño, donde un haz de
flores,
ya sin dueño, disipa su fragancia.
Todo centellea en un claroscuro tenue, que
carece
de expresión en el perímetro del atardecer,
mientras yo, en un mundo desnudo,
asombroso,
percibo palpitar a las sombras más
eufóricas.
Un montículo temerario, suspendido, salpica
los destellos en bruma, vulnerablemente
incendiada,
y la estancia taciturna entera se me nubla,
con su silueta vidriada.
El instante, absorto, cruza sin presagio, y
mis pupilas se deshacen
hasta que un pensamiento pesaroso en su sedosidad,
revela
una figura virgen de espuma, que cae ante
las cortinas rotas.
Siento, una época oculta que llega tardía,
y es una manzana letárgica,
que madura en mi pecho, y las lágrimas me
brotan
en ese firmamento del ayer, afligido,
sellado, ilusionado.
Una luna doliente gira en mi entorno
sin manual de la vida y sin alegrías, a
veces incoherente. La ausencia es
ese recinto que se vacía, se abandona, se
ahoga,
con sus ventanas del siempre, y lleva los
frutos diciendo:
que florezca el reino, porque el reino está
en mí.
Ivette Mendoza Fajardo

Un remordimiento, en la mesa del silencio,
agita los adornos con jazmines de euforia.
Un piso exaltado, a medio terminar, se
construye
sobre nubes de oro y trigo.
Cierto viento disperso, en un brazo
penitente,
nos entretiene bajo el grifo impaciente del
desamor.
La puerta, de emoción inestable, renegada
de bisagras,
cóncava de cautelas, con distinta
apetencia,
con el asco novilunio, me deshace los hilos necios del ayer.
En otro lugar, la taza insospechada que
dejaron sobre esa mesa,
cierra sus puños para no herir al tiempo, y
el reloj, sobresaltado de nostalgia,
se suspende en el jardín de las caricias.
La hendedura es perversa; quien la quiere
llenar de buenos artificios
encuentra una mirada novedosa, con cierto
desaire en los siglos del olvido.
En una fricción de labios, de corajes
blandos,
la mesa suelta el timón del descontento y
no me ve temblar.
El pasado se recoge en mi pecho,
como un puño invisible que no aprendí a
soltar.
Una quilla en el infinito quiere divagar en
el espacio
de mi pálido milagro, y vuelve al mundo
claro y divino,
mi primavera es ya una imagen muy lejana en
el andén donde
no molestan los silencios que me dejaron.
Ivette Mendoza Fajardo

Con las manos abrumadas, hechas maderas
y de mañanas dulces,
me aferro a la curva de los deseos y la
palabra
con olor a destino.
Derribo el atronador resuello del ocaso
sobre la nieve incrédula de los siglos.
Desorientada, sin aversión, en el vestíbulo
de un tiempo sin mejillas,
disimulo el doliente alumbramiento de la
luz
indómita, cubierta de ceniza,
hasta la fiebre de su oruga equivocada,
febril.
Los vitrales de los justicieros se agitan,
muecas de sus dentaduras;
y Perseo titubea en la ribera
de un sueño exánime.
Con el rostro hecho huerto, froto mis
angustias.
Cada laude cincelada es un alborozado fuego
insepulto,
una rama de un espejo crucificado,
manual del desapego y de la ansiedad,
un pan burlado por los libros sin letras.
Las flechas son la justicia en modo de
llanto,
hecho pantano,
donde la pasión me trenza el cabello alado
del sudario
hasta ser su forma. Y su cruz.
Ivette Mendoza Fajardo
Rabadilla de clamores resuella aburrida,
por caballerosidad o desagravio,
flota en mí, como cuando un gesto de
dulzura
me arrastra a caracolear en la tiniebla
retraída.
¿Qué pertinacia tan maligna requiebra, en esta desmelenada
manía cósmica que me precipita al paso
acelerado?
Qué párpados arrugados de falacia,
cuando el agorero signo de la hebilla
giratoria
se deja ver,
cada día trémulo de valentía, más límpido
en la historia.
El monólogo musculoso que arrastro,
anheloso,
es un regazo mustio y estrellado,
donde seco lágrimas sobre la lengua extraña
de la palabra.
No es posible sobrevivir a esa idolatría
enloquecida,
ni a esa canción paleteada por las naguas
del dolor;
cruz de sonrisa suave, quebrada y sin
recriminaciones.
Las horas se alargan aceptando el tacto que
palpa
una delgada eternidad de rencor desmesurado.
Solo falta añadir mi cabello a las
punzantes trenzas de los mares,
que el nuevo oleaje derribe una hebra de mi
pura geometría,
para tejer las cosas que afligen los
atardeceres, que huelen ansiosos,
en un día inaplazable de luz amaestrada.
Ivette Mendoza Fajardo