El Talud Electrodinámico de la Nada
El orbe excomulgado y desvaído en
malquerencia,
y sed de diabluras copetudas: una cabriola
alardosa, amada
en cien pedazos. Blanco de alarma
accesible, hacia el cáustico
silencio y hambre oscura y ficticia, en el
lampazo injurioso.
El jarabe lanudo, en la ferocidad de este
infinito —y lo eterno—,
este infinito de hipótesis en serie, que
abate y derrumba, y
hunde hasta un talud electrodinámico, de
diptongos decadentes.
Picos vivificantes de tangos valerosos,
olfatos afónicos,
figuras que se tantean entre sí sin
afabilidad.
Silencio tambaleado, en el silabario de la
nada más:
cálido y terso, todavía. Palmada chocante
que no margina,
palmotea o define. Reprogramación de toda
aureola,
sobre el arsénico binocular, siglo de
cirros, de fallas, de furgonetas.
¿Dónde caminarán, heliocéntricamente, en el
acueducto de la muerte?
Los lémures del orbe híbrido memorístico,
entero siempre
organizado. El palenque riscoso del
triunfo: mano a mano,
agua sobre el sostenimiento de una
estratagema,
en la colosal solitud de la clemencia.
En un yermo trotaremos —es seguro—.
El orbe ulcerado, en topacio reverente, de
usurpación totalitaria.
¿Cómo añorará aquellos siglos, en que la
tibia sinalefa sus propios pasos,
hacia esa nada, fragmentó?
Ivette Mendoza Fajardo
