Se
entrelazan con el impulso anafórico y hambriento
los núcleos
más antiguos y ardientes que estallan
en los
orbes de la bruma apagada de la ceiba,
cuando
divaga la penumbra empaquetada
del anclaje
velludo, el pantolín silente,
inspeccionando
los destellos de una oscuridad quebrada.
Desde este
aljibe, con hálito de red dormida,
irrumpe la
silueta ululada, una ráfaga
que cruza
el pasaje helado del tiempo extraviado.
El armazón
del cuerpo en zozobra —su erikea—
se llena
del hilo que arde en el confín.
Una
portadora ofrece su centro encendido
para
activar la vasija simbólica de los colosos.
Los
fragmentos líquidos que formaron el vórtice
también
levantaron esta trama feroz,
como si un
germen humano
desplegara
su ternura en esquirlas de óxido.
El ojo
supervisor nos observa
y nos
obliga a replegarnos
hacia los
bastiones de metal dormido
en este
intervalo oscuro.
Adherida a
la pulsión profunda,
la pupila
debe volverse más aguda
que la masa
vencida de este espejismo común.
Ivette
Mendoza Fajardo
los núcleos más antiguos y ardientes que estallan
en los orbes de la bruma apagada de la ceiba,
cuando divaga la penumbra empaquetada
del anclaje velludo, el pantolín silente,
inspeccionando los destellos de una oscuridad quebrada.
irrumpe la silueta ululada, una ráfaga
que cruza el pasaje helado del tiempo extraviado.
se llena del hilo que arde en el confín.
Una portadora ofrece su centro encendido
para activar la vasija simbólica de los colosos.
también levantaron esta trama feroz,
como si un germen humano
desplegara su ternura en esquirlas de óxido.
El ojo supervisor nos observa
y nos obliga a replegarnos
hacia los bastiones de metal dormido
en este intervalo oscuro.
Adherida a la pulsión profunda,
la pupila debe volverse más aguda
que la masa vencida de este espejismo común.
Ivette Mendoza Fajardo