Mi corazón
late sin sabor en alfabetos vivos,
mi tercer
ojo, lúcido, acicala recuerdos,
y me
atraviesa este ritmo de espasmos
que la
ciudad me impone sin clemencia.
Llevo
conmigo un diccionario exhausto, lleno de quejas laceradas,
y siento
cómo mi talón se disuelve en el hueco frío de la soledad.
Soy esa
lágrima de avellana que sueña,
esa arena
que refleja el ruido ebrio del anochecer sin rubor.
Me levanto,
intento atrapar una imagen de viento arisco,
mi mano
derecha escucha las uñas que arañan el silencio,
y prende,
con torpeza, la hoguera de sus melodías.
Me habitan
espirales que se sienten como carne de cañón,
soy agua entrelazada
en fuego, frágil como una pompa de jabón,
una
monomanía oscura de pertenencia,
el dorso
del desierto en natalicios que luchan con rabia.
Llueve
ácido en mi verso del mañana,
y entre
recuerdos dispersos en este palimpsesto del alma,
aquí, en el
calabozo enfermo de la luz,
yo soy.
Ivette
Mendoza Fajardo
Me detengo
a observar cómo se repliegan las manos
que ayer se
abrían como promesa sobre otras superficies
cansadas de
pretensiones.
Persiste en
mí el temblor de las vigilias
cuando
acepto que volverás a tu rutina de dejar huellas
chillonas.
Yo
presencio el trueque discreto de tu mirada,
esa forma
en que intercambias silencio
por un poco
de abrigo apenas sostenido.
Presiento
que quien te daba sombra
ya no
demorará su marcha en tu destierro.
¿De nuevo
esta escena repetida?
Me acerco
al laberinto opaco de mis ideas,
¿qué parte
de mí aún quiere tu regreso
cuando sin
pedir permiso deshojo lo intacto de tus días?
Tus
incertidumbres son flores torcidas
y tus
nostalgias tienen el rostro exacto
de quien
empieza a convertirse en alguien
que nutre
mi olvido.
Ivette
Mendoza Fajardo
Permíteme ser sombra, reposar en tus
brazos:
ávida de reposo, tensada por la fatiga.
Existencia quieta que se escurre dócil por
mis contornos,
donde mi llanto abierto carece de alivio,
vena quebrada que anuda con sangre el ocaso
de tu melena.
Seré sombra silente, sin abreviatura,
vacío bastión que carcome la médula,
como soledad de alas en hilos de fervor.
Permanezco porque me consumo en la niebla,
porque ansío persistir, porque imploro
cesar
y grabar con sal un mundo más vasto y
efímero.
Permíteme ser penumbra que brota sobre tu
boca:
lenta y en el nudo del sigilo,
desde tu torso abierto y tus pupilas
oscuras,
ante el espejismo de ser la sucesora,
que desde mi sombra acecha.
Permíteme ser tú, tu esencia, que sin furia
se expande,
corriente con temblor de borrasca que se precipita.
Estación que desfallece o delira, en mi
costado en llamas,
que a escondidas devora mi pecho al
amanecer.
Labios-jade, suaves, amargos y dolidos,
néctar en calma vertido sobre mi oleaje.
Que tus labios sean filo enrojecido,
boca que no indaga, que muerde mi fortuna.
Ivette Mendoza Fajardo

A la
tristeza por los oídos le lloran los días infinitos
pero nadie
contesta en los laberintos del primor.
Quedaron
encerradas a la orilla de tu lecho,
como las
memorias vivas del deseo.
Entonces
decidí poner un rostro helado y
juntar los
silencios en las rocas lejanas
de tu
enronquecida voz sobre mi almohada.
Y vi tu
imagen, moviéndose como un péndulo
—colgada—
en el
relámpago de la desolación y
mis
tormentos. Era igual estar dormida.
Trazabas
otra historia ardiendo insospechada
de
madrugadas ácidas, entre la lluvia y mi broche
de violetas
que proyectan tu sentir como página vacía
en mi
lejanía.
Fui hasta
el santuario donde enterraste las monedas
de nuestras
verdades, ¡Todavía valen en la tímida realidad!
sobre
figuras acaracoladas fantasmales de horas compartidas.
Y volví a
decirte:
¿Hacia
dónde vas en sereno tiempo, con el rostro escondido
como un
capricho que se espera?
Ivette
Mendoza Fajardo
La
Sombra Borda el Silencio
Era inútil
esperar una palabra doblada de todo.
Tu aliento,
quieto, invocaba la flaqueza del deseo,
reposaba
sobre la tarde como una promesa
que traía
de regreso un milagro dulce
entre el
crujido del frío.
Entonces
entendí
que no hay
regreso sin hambre,
que hay
manjares ocultos en el crepúsculo,
y soles que
no arden,
sino que
despiertan como panes frescos
llenos de
memoria,
rebosantes
de perdones
que rezan
al queso que se funde lento.
Pensé:
la sombra
es como terciopelo,
puede
bordarse también
sobre la
lentitud de los párpados.
Y el amor
como diciendo algo entre las paredes —
—ese amor
que arde desde el barro,
que huele a
tierra mojada —
se hornea
en capas de savia y silencio.
Pero ya era
tarde, y la poesía se había ido
con aquella
bandada de pájaros
que
supieron cantarnos bajo la briza.
Ivette
Mendoza Fajardo

La obsesión
de garabatear sueños me arde en la epidermis,
sujeta
máscaras de viento que se niega a morir.
Ese abismo
que domesticó al miedo —pero nunca le devolvió la risa—
es quien
borra los cantos que escuché de niña,
cuando el
error crecía como fruto podrido en la rama.
Ahora me
besa con labios de ausencia,
desde un
amor resquebrajado hacia un hambre de ojos vendados.
¿O será el
plomo en su lecho lo que pesa más?
El pavor es
un muro de cristal: grita en mis venas y no cae,
como
péndulo fijo en el aire,
como
chaqueta abandonada
que no
acepta la claridad del día. ¿Encenderá un cigarrillo?
Lucha con
el vacío, aniquila al ocaso,
pierde su
fuego de gratitud.
Los hijos
del anhelo, desnudos, inmóviles,
gritan sin
voz: yo soy la flor de tu sangre.
No hallarán
descanso en la luz.
¿Quién los
busca en su muslo agusanado?
Nacieron
antes del tormento. Ese es su sino.
El abismo
no vive en ellos. Está en mis cenizas, sin espuelas,
en esta
costumbre de quemarme las manos
esperando
lo prohibido.
Y eso… eso
es lo que más duele.
Ivette
Mendoza Fajardo

Yo perseguí
la estela del errante,
descifré la
clave secreta en la noche cerrada,
dejé mi
garganta marcada por un filo de miedo,
y en mi
ausencia, que gritaba sobre la arena,
forjé mi
verbo preguntándome si aún eras sombra en mí.
Algo lúcido
me estremeció las raíces,
escuché el
murmullo de mi propia fuente,
vi mi
rostro con extrañeza y pregunté:
¿quién me
habita ahora? Me quité el desdén,
me senté a
esperar con las manos abiertas.
Por vez
primera, al mirarme, mi alma se rompió sin consuelo.
El soplo me
arrastró lejos. Y fue entonces —
cuando el
presente me rozó — que entendí el vacío.
Desde el
balbuceo del alba rompí mis orillas
con un
temblor que supo decirme. ¡Ah, caes a lo oscuro!
me lancé a
sus brazos, besé su dicha, me dejé envolver.
La noche
ardía entre nuestras manos.
La tormenta
escribió su canto.
Nuestros
cuerpos rasgaron el hechizo.
Y yo, con
mi bufanda,
cubrí la
desnudez que tú dejaste en la aurora.
Ivette
Mendoza Fajardo
Qué
delicado el fulgor que chisporrotea
cuando
asciende el día volando en adjetivos.
Derrama su
trampa de semántica grandeza,
y huyen
figuras en pedacitos de vida sin ruido ni tregua
del espejo
distante de sonoros nervios.
Los ríos se
rinden, a la indiferencia de las palabras
la ciudad
se borra, en los confines del quebranto
la ciudad
se borra en los manjares del paladar.
¿Cuántas
veces morirá la ciudad antes de que nos toque?
Todo cambia
al andar a ciegas:
gestos,
rastros, sitios sin milagro buscando el amor.
La luz se
desvive, roza en erizamiento de miradas,
quema
suave, en la médula de turquesa donde
viven como
alas que no recuerdan, solo de vez en cuando.
El tiempo
—cariñoso, fatal—no lastima la sombra,
sólo cae,
echando chispas guiado por su propio giro,
hacia este
ahora perfecto, tan inevitable
como
despertar.
Ivette
Mendoza Fajardo
Las
Ondulaciones del Recuerdo
Los nardos
vibran por la sombra inerte,
y el corazón
se ondula de recuerdos,
en ruta
hacia mis lágrimas que no se rinden
aunque
sepan que amar también es hundirse
bajo el
grito seco de mi ira.
Esconden
una penca que me quema,
la jornada
de una caricia misteriosa,
terca como
una burbuja al deslizarse.
Y mientras
caen, clavan una cruz en la alta frente
que
perseguimos cuando no estamos ciegos
de
realidades ausentes, como ese deseo que no borra la noche
aun después
de apagarse la luz cruel.
Lo sentimos
lejos: cifrado en tu sombra,
quieto y
completo, en las sienes ardientes
de la
desolación que no espera.
Y cuando al
fin nos vayamos, quedarán
frutos de
desolación sin madurar.
Solo miraré
aquel corazón
que me amó
antes del nunca.
Ivette
Mendoza Fajardo

Todas las
formas y sus símbolos deliran hacia su fin,
bajo sus
extremidades se oculta el ornamento de escarcha,
como el
ferviente lamento del crepúsculo, para apoderarse
de una
franja de niebla vedada al deseo,
una tonada
de extraños pensamientos para cardos que aun
balbucean
en los bordes del mutismo, donde el alma se repliega.
Toda la
aurora zapatea sus marismas de carabela de luto,
las formas
tetraédricas de bramantes nebulosos se atraviesan,
sepultan
alientos: ceremonia de la emoción, de cualquier
modo como
prisión en vacío de incógnito,
y el dolor
adopta máscaras de geometría antigua.
Combinando
los gemidos, que de oídos se abrazan, o se
aniquilan
el rastro del aire, de por vida perduran y vuelven,
giran en su
lumbre gastada, caen inhalando pena,
una caricia
de albaricoque en besos de astillas,
rescatando
la ternura de escombros del tacto.
Al
anochecer, en ellas desde su propia cosecha
descansa
una vida errante,
una vida
que alguna vez amó,
y aún
suspira, rozando con los pies la voz de un amor ido.
Ivette
Mendoza Fajardo

Encerrada
en la corteza lunar, el jazmín de la tormenta
arrulla mi
silencio con una tarde nueva, afilada de certeza,
que escarba
dentro de sí un presagio en espiral, en el aire fulgurante,
y se ovilla
en la cintura tediosa de su propio acertijo.
Como un
brote que traga su píldora en la semilla, me sostengo,
agazapada
en su cápsula de ruido solitario.
Lo que vale
es peso en oro vivo, y me tiembla una marea callada;
y en la
arena me persiste la memoria de tus labios,
sollozando
una arboleda entristecida que apenas florece.
Llega la
brasa a su nido vacío, como un petardo
que
extravía la brújula de sus vestimentas,
vueltas
harapos sin contorno: un jarro quebrado
del mundo
donde regresa el polvoso retoño,
ya no bien
amado, deslustrado, como un lápiz de feria.
Te respiro
en el desvarío, predigo tu sueño, te absuelvo,
aunque el
silencio me comparte el sudor que cae
de su
frente. Yo sigo allí, en la frontera donde no habita nadie.
Ivette
Mendoza Fajardo
Me
construyo de grietas leves
bajo lunas
voraces de pechos dormidos:
soy la
última noticia extraviada en la línea del silencio,
la penumbra
que aprende a nadar entre mis propias
paradojas,
en este cuerpo de alambres dolidos.
Mis huesos
—ajenos al calendario—
golpean el
yunque de lo incierto,
mientras la
noche, cómplice de horas frígidas,
me presta
sus ojos para entrever
los giros
de la niebla del cansancio.
Sobrevivo
de mitos: ¿quién dijo miedo?
siete
muertes me hilan, sin que me trague la tierra,
una aún me
duele al doblar la ropa,
siete
nombres arrojo al vacío —rompiendo el hielo—
y todos
vuelven con sabor a lanza y derrota.
No es el
fuego lo que quema, sino este frío que dibuja
—con tinta
de sombra— mi perfil en los muros
del olvido:
una picardía insistente, que no ahoga
el rito del
amor.
Ivette
Mendoza Fajardo
Obsesión
marchita de mi
tibio
esternón que sacude
o, quizás,
inmoviliza el alma, pero
yo retorno
anónima a oír los lamentos
y
retorcerlos tras la puerta.
Y, si bien frágil,
su repetida sangre
me corta el
molde al descubierto
como sombra
redonda que brilla
bajo su disco
rayado. ¿Craso error?
Soledad de
besos audaces encadenados,
de dudas,
angustia de paladar incierto:
yo asciendo
al coágulo de mi espiga acantilada
–roce agudo
del verbo batallante
en el
regazo herido de mis muecas–.
Nota tensa,
intuida a modo de réplica,
señal vacía
para el preciso momento,
sin ser
santo de mi devoción,
para la
sangre que da forma
a un refrán desgastado de anhelos que mis manos reciben:
–maniquíes
sin sueño en la
atadura del
mediodía, siguiendo pasos ebrios,
la gota
recién nacida, áspera–.
Camino
valiente el trazo del vértigo,
como
plenitud callada, como papel mojado
ardiendo en
nuestros cuerpos, midiendo las costillas.
Ivette
Mendoza Fajardo
Desconózcase
el atrevimiento del campanario cantando:
lamento
alado de crías húmedas deshace mi esqueleto en agua.
Toda arenga
vacía se congrega en el cofre de mi esencia.
Dobla su
lanza mínima la bamba
del
hálito-estrella —ahí la gratitud de mis mares,
que horadan
la epidermis quieta, zafiro mojado en amaranto,
mientras
los alaridos brotan por el revés de la espuma amañada,
bajo la
punzante vigilia del sopor.
Y es la
atracción: hamacas señoriales de lágrimas latigudas —
como si
llorar fuera un lujo (¿ves? estoy muda), pero grito al romperme,
fluido de
soplos innombrables...
Ahí
descendí, con rápida ofrenda, hacia el espectro debilitado
que amarra
mis sienes a lo oscuro.
Rehúso el
sosiego llagado de pesadumbre.
—Yo,
tejedora
fallida del ancla, pero aún atada al hilo
que afrenta
ver su mirada—,
hundiendo
mis dedos en su substancia, y sigo hablando
con el
pulso en la garganta aún buscando sus palabras.
Ivette
Mendoza Fajardo
Cierro
soles en el Big-Bang de los minutos:
el astro
roto de mi quebranto,
la añoranza
que se pierde en el temor de mis huellas,
la catarata
de voz amada que gime entre mis versos,
la última
chispa que titila en mis temblores
para
alimentar el surco de mi luna solitaria.
Ofrezco en
la promesa de mis párpados:
el pantano de
mis titubeos ensortijados,
el frenesí
del remordimiento nocturno
vertido en
mi aislamiento de extraño rugido;
las teclas
que manipulan la luz verde de vacíos,
los hierros
de mi pecho ahogando palabras
que no
caben en las rutas del humo.
Todo se
desplaza en garfios de tus adioses:
el ansia de
un rumor libre
grabado en
la grafía de una esquina infeliz.
Ivette
Mendoza Fajardo
Mi sombra
lleva entrañas de enmienda,
lava los
fracasos que mi alma no venda.
El llanto
graba un cielo de heridas benditas,
tejiendo
mortajas en mis sienes marchitas.
He conocido
un pabellón de lenguas desnudas
—guirnaldas
de fuego en mi beldad aguda—
y lo arrojé
a mi espalda, al filo naranja,
donde el
peso de mis besos clava su aldaba.
Los álamos
del corazón enloquecidos,
los
triangulé, dolorosos, ya sin vida.
Su humo
inventa oleajes en mi calvario,
pero mi
soledad, entre las llamas,
es la única
que sabe nacer de las cenizas.
Mis
verdades caminan sobre volcanes mudos,
hipnotizadas
por chacales sedientos de piedad,
colores de
vanidad, hemoglobina al viento…
¿Acaso el
desgarro de uñas alegres es nada?
Ivette
Mendoza Fajardo
Giran
senderos en el cristal encorvado del orbe;
me tejen
adivinanzas de espigas y derrota
entre los
perfumes del milenio. Allí, la historia estalla:
veranos de
auras solitarias, —viñedos en llamas—
chocan
contra las plumas acróbatas de quienes olvidan
el poema, y
repiten la oligarquía de mil alma-pantera.
—Guitarras
y buñuelos ensortijan las doctrinas—
las que
guardo en el pecho. Bajo el cielo revolucionario,
en el
refugio de pasto, me persigno:
el invierno
se extravía desde mis manos… se juegan barajas.
Y el
vestigio de la memoria —no es piedra—
es un
panteón de esquinas virginales
donde una
bayoneta colosal, también, se pudre.
El corazón
de velitas blancas me devora, mareándome
a través de
la noche en la divinidad de una pestaña,
que navega
en la locura eterna.
Ivette
Mendoza Fajardo
Mueven los
vientos sus manos de fuego,
—su pantano
hondo de llanto—: allí
donde el
faro ve el asombro y el cataclismo.
Algo es
llevado a los símbolos de la saliva...
Ella
respira. Ella piensa en el ondear de la ilusión.
El bramido
de las miradas —ese ladrido de corazones
despavoridos—
suelta cabelleras de luces.
¿Las
sueltan, acaso, colmados de frutas?
¡Ah! Y yo,
junto a la mar, sollozo sobre el mármol.
Me gime un
alma cavernaria, enchapada de medallas,
con olor a
trajes húmedos, que empuñan sonidos,
visten
joyas del anochecer.
Muertas de
infamia, las aguas dormitan en el rincón.
Me exigen
llevar la especie enloquecida —
adúltera,
bailarina—, que patina sobre
la lengua
fragante, sobre los alacranes de la angustia,
que me
buscan en la antología del sueño.
Ivette
Mendoza Fajardo
Hostil a la
órbita del pan que no alimenta
y al canto
vacío que aún no llega,
una sombra
descalza de siglos se desliza,
dejando
techos tristes y lámparas apagadas,
como si el cielo
llorara herrumbre sobre los días.
Su forma es
hambre con rostro de camaradería,
una lanza
en zozobra que atraviesa la calma,
y al tocar
el gris, lo rompe desacoplado.
Viaja
envuelta en neblina, acorta desamparada,
naufraga en
mis huesos con su peso de pena,
y todo lo
que roza lo hace bruscamente,
pierde su
nombre, su color, su sentido.
En su
palma, seca y silenciosa,
la tierra
tiembla,
trata de
resistir…
pero al
final,
se rinde, y
yo, sin saber si resistirla o acogerla,
la dejo
entrar protestando…
Ivette
Mendoza Fajardo
Abarquillarías
cabuyas de los ábacos
con
puntadas de Oreos derretidas
que aún
sabían a infancia.
Saturarías
el abeto de alcurnia,
sus raíces
tibias de café cappuccino
chorreando
en mi pecho.
Compartiríamos
los festejos de mis jardines,
mirándonos
con ojos adorables, atados,
por la
clorofila fatigada del reloj caminante.
Y yo,
pellizco la pastilla embabucada
que
adormece mi sed de abrazos,
tortillas fritas
en ayunos marchitos,
mientras en
el cinema-familiar
me aplauden
voces queridas del pasado.
Saltamos en
el trampolín purista,
el que
midió la sombra errante de tu abuelo,
hasta
aligerar los pasos de este mundo
para
liberar mi culpa —atada, llorada,
lo que
nunca, nunca supimos decirnos.
Ivette
Mendoza
Violeta
Encendida
Yo digo que
en tus manos florece el mundo,
y la
depuración constante del andén interminable
desgasta mi
voluntad encendida, me ofusca,
en la
aurora benévola donde adivino
las
cicatrices abiertas de tantas soledades.
Y el
resoplido incansable de antiguas disculpas
me acaricia
apenas, achumicándose en mi pecho.
Dicen que
el linde se embriagó al mirarme,
que una
centella purpúrea se encendió sobre mi espalda
y
transformó los brotes de refugios olvidados
por los
siglos de los siglos,
y que la
chicharra que me canta al oído
cruza el
último surco orbital de mi destino,
trepándose
en la violeta aromada de mi instinto,
allí donde
mi infancia era un viñedo triangular
floreciendo
en el círculo intacto de los días.
Ivette
Mendoza Fajardo
El violín
indudable conquista
un clavel
carmesí esférico,
sangrándome
la mañana.
Los bufones
desbaratan el rojo,
pero el
clavel persiste, temblando:
puramente
clavel, aún clavel.
Noches en
ángulo recto
abrazan la
orfandad secreta
de mi
sombra.
Huerto de
Eros.
Oh noche
resuelta, calles heridas,
meces
cuerdas modernísimas en los puentes:
guitarras
oníricas mordiendo mi silencio.
Tónico de
botella.
Ojos
cubiertos,
allí donde
llora un pez.
Libertad
que ennegrece la muerte,
lágrima
viva, retadora.
La barca,
valiente, rebusca consuelo
en broches
de malicia.
El sauce
sumiso lo comprende todo.
Ivette
Mendoza Fajardo
Cabalgando
por senderos cansados,
con albarda
entumecida por nostalgias,
esperan
amortiguar sus heridas,
almas y
colores platónicos vencidos
por
apuestas vanidosas,
fechas
rotas de aventuras que dejaron vacío.
Desde su
angustiada carreta del instante,
y como
averiguando la vida con los dedos temblorosos,
cruzan los
estragos profundos
de agónicos
recuerdos que arden.
Pero toman
el vuelo en el redondel de amarse,
perfecto
cuando los labios se buscan ansiosos
en la pompa
tibia de un beso que salva.
Y si el
arte de amar gira y gira,
la marea
temblorosa, de chiripa,
corona lo
imposible…
hasta que
todo se convierte en un mar de peces
de fuegos
amanecidos,
brotando en
la palma de mi mano.
Ivette
Mendoza Fajardo
Extraño a
mis sentimientos te
marchas en
un tortuoso silencio.
Ahora
que
anheloso mi corazón te espera
ni a regañadientes
ni a plegaria, solo
te pierdes
en el filo de mis ojos y
asombrado
persistes
tenaz,
abrumado y lleno de astillas oscuras
como un
tronco incendiado en medio
de un río bizco
y desolado
Tú
como un hombre
curtido de la vida
en este embrollo
de éxtasis rebelde
con un erguido
estremecimiento
mi mundo
camina endeble y vaciado.
Vuelve a
mí, con el olor a sacuanjoche
y sin excusa
rijiosa.
Ivette
Mendoza Fajardo
La choza
tirita con su cólera de tormenta,
el aire
susurra el último lamento del ocaso,
mientras el
chavalo, pegado al pozo,
persigue
las horas como si fueran golondrinas.
En este
instante,
El árbol de
mamey se convierte en la cantimplora rota
de un
soldado,
y el
chirrido del portón es una melodía ajena, fría.
Los
espantapájaros violan la oscuridad,
devoran el
mito en canciones amargas,
corrompidos
por el insomnio del maizal.
Se inclinan
sobre el cuerpo frágil del chavalo,
y revuelve el suspiro del limonario,
como
intentando desgarrar aroma y memoria.
En la
orilla opuesta la choza tirita,
pero la
mirada del chavalo se ha apagado.
La luz en
la candela se ha convertido en ceniza.
Ivette
Mendoza Fajardo
Al fin y al cabo, estoy aquí,
mi naturaleza baila más veloz que mi vacío,
y el amor no es un ave sin rumbo
a la que debo guiar cada instante.
Al fin y al cabo, estoy aquí,
mis anhelos, que son tuyos, descansarían
junto a ti,
y la pasión no sería un muro ciego
que ocultaría los abrazos que nunca te di.
Mis mañanas no serían ayeres truncados,
y mi boca, anegada de sombras,
aprendería a gritar "eres mi
aire"
y en la mitad del silencio, se erosiona.
De no haber cruzado tu mirada,
¿qué rincón de mi ser seguiría yermo,
yermo para siempre?
Ivette Mendoza Fajardo
Supuse
dormida la melancolía,
pero en la
trastienda del cielo
—entre
pléyades de polvo y silencio—
agitó sus
alas una crisálida.
Como
corriente que discurre en su lecho,
la
conciencia, moldeada a cada segundo,
navega las
sensaciones del hábito.
La anarquía
acecha translúcida:
lo sencillo
muta en intrincado,
lo armónico
inicia la confusión,
lo oculto
se revela inevitable.
Porque la
melancolía es taimada,
huésped
voraz, encantadora.
Persistente,
se diluye en el curso
de la
sangre, en la bocanada
que
absorbemos —siempre ajena—.
El hermoso
horizonte se envuelve en bruma.
Las
melodías percibidas brotan
desde las
penumbras, dibujan
rostros
desconocidos que merodean
las
avenidas del insomnio.
Entonces...
La estrofa
apenas germina
y el temido
sollozo se anuncia
—grito de
cristal en la garganta—.
En
los Altares de Piel
Nuestros
altares de piel húmeda
aplacan el
anhelo
en dócil
entrega.
De continuo
nos arrastran
al abismo
donde hasta el eco
se deshace
en dientes.
Y tu boca
de miel y amaranto
—siempre
fiel a su instinto—
explora mi
geografía secreta.
Ese
aliento... ese mismo aliento, el mío,
y tus
labios, sílabas de fuego,
tallan
refugio en mi costado.
Urge que
indaguen,
urge que
derramen.
Urge que
envuelvan,
urge que
revelen.
Urge que
sumerjan,
urge que
desborden.
Concédeme
una y otra…
…
y otra vez
renacer.
Tranquiliza
mis venas, quédate
junto a
este apasionamiento que se repite.
Ivette
Mendoza Fajardo
Por el
gesto maduro del tiempo de congojas raídas
sobre mi entorno
se derrama, como una plegaria de paisajes.
Y yo aquí,
rendida a su resuello apabullado:
sin saber
quién es, reluce a la muñeca de la emoción; y
llamarlo
así es una calidez en desolación,
ante el
desencanto del mundo dolido;
y que al fin
vierte en mí el cuenco de su aroma, que me enreda
y su
autoestima, lleva su hálito de euforia
labrado en
un fugaz instante.
Existencia
en suavidad de la materia gratificante,
brota al
vacío de emociones colectivas,
quizás
cielo de extrañeza sedativa,
sube las
escaleras del eclipse —flota avejentada—,
sobrevuela,
se disipa;
paradigma
ruidoso de la fosforescencia, viene errante,
empapa su
concavidad en la sabiduría afectiva de florecer,
y me
reclama con su luz de entraña abierta.
Soy un
signo perdurable, con voz de ave renovada
que,
presente aquí, hace cruzar mi memoria oronda
el aire
como un gladiolo exasperado cruza
el binomio vetusto
de benevolencia: lágrima y vida.
Ivette Mendoza Fajardo
Sobre la
efusión del mar —sin pletórica obsesión—,
el viento
azorado —así, recatado— se desvanece,
no en la
furia del vahído elemental de las aguas,
sino en el
costado negado del que me admira.
¡Oh
sorpresa mía! Cómo, de nuevo, despavorida,
la angustia
lleva la complicidad errada de su bochorno embobado.
Acércate a
mí. En la comezón de la verdad:
celajes del
arrepentimiento, peces, ríos de impulsividad.
Las jaulas
ultrajadas del tedio —bajeles, aguaceros—
duermen mi
capullo de mujer en brazos de serenidad,
de
efervescencia mansa o ventolera patidifusa.
Sobre la
efusión del mar —gratitud que empieza—,
el céfiro
—desde el invierno equilibrista—
no recuerda
a nadie.
Solo a mí,
en el humor condensado de la tormenta,
me llueve
su péndulo de luz.
Callo sobre
lo que no lleva una tumba de suspenso, placidez lunar
donde
siempre vago en redondel, entre cirios que queman soles,
rumiando
galaxias de compasiones dóciles.
En retirada
tembleque, sus élitros me abarcan
con hambres
subterráneas.
Y se
escuchan cuchicheos, el pedreñal del reconcomio,
como un
rito que desangra el alma, -sin tregua-
Ivette
Mendoza Fajardo

El regocijo
aullante de lo incomprensible
sigue
siendo semimaleable en el sombrero del dolor.
Hizo —con
la soberbia de los que callan—
una
astronomía del sigilo,
tomó sus
objetos de un drama herido por la valentía
y entró a
su morada, donde yo lo esperaba,
con los
brazos empapelados de ilusiones vulnerables.
Antes de
eso, destruyó su propio destino
a zancadas
desordenadas,
y en medio
del mundo, traspapeló mi sangre adormecida,
pero no
llegó muy lejos.
Hoy
combatimos en el alma, sin tregua,
y se
enrosca en mi corazón como una máquina de congoja.
Tenía que
seguir avanzando, sin explicaciones,
abrir la
herida de los metales inmortales,
darle fuego
al pequeño nudo dramático
y llegar
—por fin— a mi melodía razonadora,
esa que
canta desde mis corpiños sublevados.
¡Oh, aquí
entrego la lucha de lo inesperado,
donde sigo
existiendo, y tú y yo apenas comenzamos!
Ivette
Mendoza Fajardo
La estrella —de muebles sin consuelo—
pellizca mi piel sobre el ataúd del
abandono.
Guijarros traslúcidos
sostienen mi calma temblorosa,
entre el bullicio de las llamas
y los horizontes agotados de mi ser,
demasiado cerca de mis pupilas abiertas
que ven mi mundo al revés.
Lejos, anidan los restos de la búcara memoria,
cadáveres de suspiros varados que me
arrastran
hacia el borde seco de mis océanos.
Los zorzales humildes alzaron torres
en la vieja sequedad de mi pecho.
Hoy despliegan sus alas afiladas,
gimen su ascenso hacia la altura,
igual que mi cuerpo erikeo, vulnerable,
entre las ruinas.
Ahora, las llamas se rebelan
frente a la estrella herniada de música
huérfana,
y yo, perdida entre las sombras de los
zorzales,
ruego abrigo en el temblor de sus cantos.
El arco iris encuadernado devuelve mis
temores
contra las montañas inmóviles.
Los tréboles —rasurados, dispersos—
son lámparas de fuego frío que me acechan,
mientras mis labios, sedientos,
aprenden a beber la ternura del rocío,
—último refugio de lo que aún late—
Ivette Mendoza Fajardo

Despeino mi
entraña, vencida por la fuga de mi ánima encendida.
Arde en mí
un cometa —estandarte de leche y fuego—,
frágil en
el torbellino de soles errantes,
tejiendo
luces traicioneras. La canción que canto, es maldición
cuando el
viento en las colinas quiebra
mis últimos
vestigios de asombro.
Hierática,
la crin que atraviesa mi pecho
—¡oh filo
de luz convertido en espina! —
abre llagas
que estallan en llamas:
le roban la
voz al rayo obstinado.
¿Será mi
nombre el suyo? Naipes revueltos
buscan en
el trébol sangrante una señal.
Desde el
ombligo de mis sienes
—cárcel de
pensamientos—
azota la
melena su látigo de ira pantolín,
semilla que
sacude al Taurus
y siega, a
su paso, la savia
de un
corazón de lunas enfermas.
¡Oh Taurus!
Aquí me tienes, vencida:
núcleo
insurgente de mi mente extraviada,
furia ámbar
en los carnavales del olvido...
Arde tu
melena. Y yo, temblorosa,
entre las
ruinas de los presagios,
—entraña
erikea cicatriz—
permanezco aún
latiendo, sosteniéndome
en el filo
de tu nombre.
Ivette
Mendoza Fajardo